nos rodean flores de diversos colores; azules, rosas, amarillas, naranjas, blancas, rosas...
Me remonto a un cuadro que vi hace años, como me pasa a menudo, no recuerdo ni el nombre ni el autor. Pero recuerdo perfectamente la técnica, puntillista. Recuerdo que me acerqué lo máximo que podía, fue la primera vez que vi un cuadro del estilo. Me dejó sin palabras, como de cerca refleja caos, y parece que no hay ningún orden y cuando te alejas, y lo ves con perspectiva todo tiene sentido, y puedes observar una imagen, y en mi caso, sumergirme en ella.
Esta ver, estábamos tu y yo. Sentadas en el precioso campo de aquel cuadro que un día me encontró.
El viento soplaba, y nuestros cabellos bailaban su melodía.
Parecía que el tiempo no existiera en aquel lugar, como si un instante se hubiera detenido, para poder vivirlo cuanto quisiéramos.
Nos poníamos de pie, tú con un vestido verde oscuro y yo con uno granate, con los brazos cruzados agarrábamos nuestras manos y comenzábamos a dar vueltas. Al principio sentíamos miedo e íbamos con cautela, pero ese miedo quedó atrás y empezamos a girar más y más rápido.
Nuestros pies descalzos corrían sobre la fresca hierba, sin embargo, fue tanta la velocidad que alcanzamos al perder el miedo, que dejamos de sentir la hierba sobre nuestros pies.
Cada vez sentíamos que nuestro cuerpo pesaba menos, como si flotáramos en el agua, empezamos a ascender hacia el cielo. Cogidas de la mano, sin soltarnos, nos encontrábamos a unos metros de distancia del suelo. Nos miramos ilusionadas, y sonreímos.
Nos soltamos, y empezamos a volar libremente, volamos alto, sin mirar atrás.
Nos sentimos más libres que nunca, habíamos dejado nuestros pies de plomo juntos con las flores, y nuestra mente volaba junto con los pájaros, las nubes, el cielo.
En lo alto del cielo, un gorrión se cruzó en tu camino, y volasteis juntos, como si os pudierais comunicar y planificar vuestro vuelo. Que conexión.
Yo volaba alto, para luego dejarme caer a ras del suelo, planeando y sintiendo la adrenalina en cada músculo.
En una de mis bajadas, vi una mancha negra, me acerqué para ver que era, un gato negro.
Me miraba con sus grandes ojos verdes, parecía que quería decirme algo, me acerqué, a unos centímetros de él, nos miramos fijamente, el gato se acercó, rozó su nariz con la mía, se dio la vuelta y se fue. Me había transmitido tanto cariño, tanta confianza. Tantas ganas de volar.
Puse mis pies en el suelo, para después impulsarme lo más alto posible, subí y subí, hasta llegar a las estrellas, ella, dejó a su gorrión seguir volando y se juntó conmigo en lo más alto, en el universo.
Cada una habíamos disfrutado de nuestro volar individual, pero ahora nos juntábamos para contemplar la grandeza de este gran vacío oscuro.
Volamos entre las estrellas, acariciando su brillo, al tocarlas, su brillo se triplicaba, iluminando más y más esa gran oscuridad que envuelve todo.
Juntas de la mano, aterrizamos en la luna menguante, donde nos sentamos como si de un columpio se tratase. Nos contamos nuestra experiencia personal sobre lo ocurrido, eran semejantes a la vez que diferentes, me encantaba contarle mi experiencia, y aún más escuchar la suya.
Sentadas desde aquel columpio decidimos saltar al abismo, cerramos fuerte los ojos, nos agarramos la mano, y nos dejamos caer.
Sentíamos nuestro peso cada vez más y más, y cogíamos velocidad a medida que bajábamos.
No nos daba miedo la caída, porque sabíamos que estando juntas, no nos iba a pasar nada malo.
Así fue, que aterrizamos en el gran océano.
No nos daba miedo ahogarnos, para nuestra sorpresa, podíamos respirar bajo el agua.
Comenzamos a bucear, contemplando el fondo marino, con sus diversas y extraordinarias especies, con sus plantas marinas, era un mundo totalmente diferente.
Yo le enseñaba mi secreto de las burbujas, mi amor hacia ellas.
Siguiendo la melodía de Chopin, hacía que mis manos representaran una actuación que reflejaba mi sentir, mi sentir de las conexiones, que a veces, no sé explicar con palabras.
Ella se emocionaba, y lloraba, y yo, también lo hacía.
Llorábamos tanto que el océano se desbordaba, con los ojos cerrados llorábamos cada vez más fuerte, las lágrimas nos impedían ver nada, entonces, nos fundíamos en un abrazo, de esos de más de seis segundos, de los que te hacen sentir.
Al abrir los ojos, no estábamos en el océano, tampoco en el espacio, estábamos en el campo donde había empezado todo, ella y yo.
Nos separamos del abrazo, y nos miramos atónitas.
No dijimos nada, ¿cómo explicar lo que había pasado?
Sólo lo sabíamos nosotras, y era imposible de explicar,
por eso decidimos, que el silencio, sería la mejor melodía.
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