Érase una vez una niña
que sentía un vacío.
Miraba la luna como
si quisiera que nunca se apagara,
escuchaba la música como
quien teme al silencio,
y agarraba el agua
como si quisiera que
no se resbalara
entre sus dedos.
Un día con el agua
en sus manos,
vio el reflejo
de un ser
que le pareció mágico.
Este la abrazó,
la hizo vibrar,
y se marchó.
Ella escribía poesías al reflejo,
soñaba con volver a verlo,
coincidir.
Y nadaba y nadaba
en busca de sentirlo
de nuevo.
Consiguió encontrarlo
después de una larga espera,
le abrazó,
incluso intentó aferrarse a su recuerdo
pero ya no la hacía vibrar
en la misma frecuencia;
ni ella, ni el agua, ni el reflejo
eran lo mismo.
A la niña le costó mucho admitirlo,
enterderlo y aceptarlo.
No se explicaba cómo había pasado,
sólo sentía que ese reflejo
que tanto añoraba y buscaba
ya no existía,
y aunque hubiera sido
tan real en su mente,
era solo una ilusión.
Pero solo viendo el cambio,
mirándolo a los ojos
y rompiendo sus sueños,
fue capaz de dejarlo ir,
y solo así
pudo sentirse libre,
y el vacío desapareció.
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